sábado, 2 de agosto de 2008

confesion

Debo confesar, ya de entrada, que soy incapaz de conferirle un nombre cualquiera a un personaje literario. Por ejemplo Ignacio o Magdalena o Julio. No puedo liberarme de la sensación de suciedad y de imperfección que todo nombre provoca por el solo hecho de ser nombre (y no objeto o percepción o aire (y no me refiero a la palabra “aire”, que acaso sería también un nombre, sino al aire (pero sería necesario, sospecho, que un huequito se abriera en esta parte de la hoja (o de la pantalla, si es que los lectores, reticentes al papel, prefieren el pdf o el doc o el txt) y alguna boca delicada soplara ligeramente los ojos que recorren las palabras y produjera, en razón misma de ese soplido, una leve irritación ocular, de tal modo que al lector, obligado a ir al oftalmólogo y posteriormente a la farmacia a comprar las gotas idóneas para aplacar su malestar, no le quedara más remedio que aceptar la intensidad de la lectura). Si las cosas fueran así (“así”, es decir “(pero sería necesario, sospecho […] de la lectura)”) entonces todo se iría al diablo (pero ¡ojo!, seamos conscientes que “irse al diablo” no es sinónimo, en este caso, de “irse a los caños” o de “irse a pique”, sino de algo diferente y más elemental: “irse al diablo” quiere decir precisamente lo que dice, que las cosas se vayan al diablo, es decir que se vayan donde habita el diablo o demonio, el enemigo de Dios). Porque si las palabras no se distanciaran a veces de las cosas el lenguaje no se pondría tan triste ni yo tampoco. Dominaría Satán, el cocedor, el cirujano, el talabartero. De todos modos, me gustan también las fisuras y las distancias. Y que todo sea horrible; eso también, creo, me gusta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

faaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
y que todo sea horrible, capaz nos guste...

ines