sábado, 2 de agosto de 2008

solos

Se sabe, desde hace tiempo:

Que nos escurrimos entre los rostros de nosotros mismos
Que nadie entiende los guiones ni las pausas ni los silencios
Que en la intimidad hospedamos multitudes
Que soplan innumerables vientos en nuestros oídos

Todo esto se sabe, desde hace tiempo

Lo que yo sé, además, y lo sé porque es abominable
Es que toda esta muchedumbre que se amontona
En la puerta giratoria de mi identidad,
Todo este burbujeo de carniceros heroicos,
De monjas vagabundas, de cíclopes daltónicos
Todos estos otros que pujan y repujan
En las gradas más remotas del cerebro,
Todos, y no exagero, todos, es decir
Cada uno de los mil, de los ninguno, de los infinitos,
Están solos.
Son estimulantes como una sutura, lo admito.
Son filamentos espectrales de vida.
Pero están solos,
Como santos.

confesion

Debo confesar, ya de entrada, que soy incapaz de conferirle un nombre cualquiera a un personaje literario. Por ejemplo Ignacio o Magdalena o Julio. No puedo liberarme de la sensación de suciedad y de imperfección que todo nombre provoca por el solo hecho de ser nombre (y no objeto o percepción o aire (y no me refiero a la palabra “aire”, que acaso sería también un nombre, sino al aire (pero sería necesario, sospecho, que un huequito se abriera en esta parte de la hoja (o de la pantalla, si es que los lectores, reticentes al papel, prefieren el pdf o el doc o el txt) y alguna boca delicada soplara ligeramente los ojos que recorren las palabras y produjera, en razón misma de ese soplido, una leve irritación ocular, de tal modo que al lector, obligado a ir al oftalmólogo y posteriormente a la farmacia a comprar las gotas idóneas para aplacar su malestar, no le quedara más remedio que aceptar la intensidad de la lectura). Si las cosas fueran así (“así”, es decir “(pero sería necesario, sospecho […] de la lectura)”) entonces todo se iría al diablo (pero ¡ojo!, seamos conscientes que “irse al diablo” no es sinónimo, en este caso, de “irse a los caños” o de “irse a pique”, sino de algo diferente y más elemental: “irse al diablo” quiere decir precisamente lo que dice, que las cosas se vayan al diablo, es decir que se vayan donde habita el diablo o demonio, el enemigo de Dios). Porque si las palabras no se distanciaran a veces de las cosas el lenguaje no se pondría tan triste ni yo tampoco. Dominaría Satán, el cocedor, el cirujano, el talabartero. De todos modos, me gustan también las fisuras y las distancias. Y que todo sea horrible; eso también, creo, me gusta.

desmantelamiento

Me desmantelaron todo
Abrieron las persianas de mi cuerpo
(NO, debo decir, NO fue para nada delicado)
Las abrieron de par en par, de impar en impar
Extrajeron todos mis silencios
Y los hicieron cantar
Les dispararon a los pies para que bailaran
Eso sí, me introdujeron, como corresponde,
Todos los estetoscopios
Las estenográficas
Los estreptococos
Detectaron manchas, las borraron
Detectaron borraduras, las mancharon
Perforaron
Desatornillaron
Clavaron
Martillaron
Remacharon
Absorbieron lo que ocultaba
Humedecieron mi piel impermeable
Pensaban vaciar las cavidades pero,
Como las encontraron vacías, las llenaron
Insertaron panqueques entre los discos
Trajinaron mi columna de Trajano
Cincelaron los huesos hasta cromarlos
(Alguien, un Jeremy Irons seguramente,
Quizás un Klaus Kinski,
Talló un Duchamp en el fémur)
Iluminaron mi sombra
Me aliñaron en la banquina,
Allá por la 5 o la 33
Aleteé un poco, pataleé
Me hallaron, al fin,
Desparramado
Despatarrado
Destartalado
Desmembrado
Desdentado
Desterrado
Derrapado
Me arrojaron a las cavernas neoplatónicas
Sin fuego
Sin reflejos
Sin apariencias
Sin paredes
Conocían los pasadizos, los escondites
Sabían de mis recodos, de mis grietas
Ultraje
Usurpación
Me boicotearon
Creo que no respiro desde entonces
Apenas si digiero
Sólo dejaron un intestino lleno de caca
Y ni eso

no hubo colectas

No hubo colectas;
Ni en el cloquear de las gallinas de los patios;
Ni en las sombras de los asados, bajo los tilos;
Ni en el latigazo de las crestas (sea de las olas como de lo gallos);
Ni en los vestigios gastronómicos de las comisuras de los labios;
Ni en la panamericana que une Testículos con Huesito Dulce;
Ni en las azoteas de todas las islas de todos los Mediterráneos;
Ni en el regazo ocre de los condimentos tailandeses;
Ni en el humor de los humores de Galeno;
No hubo colectas, decía, para que no me sintiera solo.

Ni en las leguas de las lenguas de los lenguados;
Ni en la espera de la espiral del esperma esparcido;
Ni en el glúten glauco de los glúteos glucosos;
Ni en el pentotal de los pentagramas del pentateuco;
Ni en la arteriosclerosis de las artesanías de Artemisa;
Ni en los Vulcanos de los volcanes de los Balkanes;
Ni en las granadas granaderas de los granados;
Ni en los portes de los portones de los puertos;
No hubo colectas, decía, para que no me sintiera solo.

Ni en los pistones mandibulares de los chicles;
Ni en los espectros fonéticos de los teléfonos;
Ni en el hojaldre de las milhojas de los libros;
Ni en el pastor (de ovejas o del ser) de los leñadores de la Selva Negra;
Ni en el almíbar de los auguri de la Liguria;
Ni en el sepulcro de las banderas de los cabildos;
Ni en el polo norte de las desdichas de los penitentes;
Ni en el locro de los renacuajos de los profilácticos;
No hubo colectas, decía, para que no me sintiera solo.

Ni en Bahía Blanca.
No hubo colectas,
Repito,
Aunque me comiese ochentamil canelones con strudel;
No hubo colectas,
Y ya es tautológico,
Para que no me sintiera solo.

Ni en El Chavo.